viernes, febrero 24, 2017

TEATRO. El cartógrafo. "El mapa de un mundo en peligro".

Autor: Juan Mayorga.
Con: Blanca Portillo y José Luis García-Pérez.
Ayudante de dirección: Carlos Martínez-Abarca.
Iluminación: Juan Gómez-Cornejo
Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar.
Música original y espacio sonoro :Mariano García.
Dirección: Juan Mayorga.
Madrid. Naves del Español. Sala de Fernando Arrabal. Hasta el 26 de febrero de 2017.



Uno sale de ver este espectáculo de Juan Mayorga embargado por la emoción y el asombro. Sobrecogido por ese crudo retrato (mapa) del horror, anonadado por el derroche de talento y de energía que despliegan los actores en la construcción de sus múltiples personajes, fascinado por la pulcritud, la precisión expresiva y la resistencia de su lenguaje frente al tópico y desasosegado por el tono profético de alguna de sus escenas; y es que tras presenciar esta representación uno no puede sacudirse la sensación de que lo que la obra cartografía es el mapa de un mundo en peligro.

Decía Mayorga hace unos años en Primer Acto, en una entrevista de José Ramón Fernández, que el mejor teatro histórico es el que consigue hacer una experiencia del pasado. Pues bien, El cartógrafo responde a este imperativo teórico y nos permite, como a Dante, hacer una visita al Infierno, guiados esta vez por Blanca -coprotagonista de la obra-, y hacer nuestra la experiencia del horror y de la barbarie que ella va adquiriendo de primera mano mientras completa su periplo por la Varsovia actual persiguiendo un fantasma y tratando, sin éxito, de sobreponerse a una pérdida irreparable.

En efecto, Blanca, sensibilizada por el trauma de la pérdida de una hija adolescente, va a dar pábulo a la leyenda del cartógrafo del gueto de Varsovia, según la cual, un anciano cartógrafo judío, incapacitado para desplazarse, solicita la ayuda de su nieta de corta edad para que le facilite los datos con los que elaborar el mapa de la ignominia, un mapa dibujado desde la perspectiva de los perseguidos. Desde que el vigilante de una exposición de fotografías antiguas de Varsovia, a la que ella accede por casualidad, le cuenta la historia, Blanca se obsesiona con ella y queda como atrapada en un bucle. Mientras su marido, diplomático, atiende a su trabajo en la embajada española, emprende por su cuenta una indagación que la lleva por museos, anticuarios, etc, recabando información sobre el suceso y consecuentemente, empapándose del horror vivido por los moradores del gueto hasta su exterminio durante la ocupación alemana.

La obra se articula, por así decir, en dos planos narrativos: las escenas en presente, que dan cuenta de la absorbente actividad indagatoria de Blanca, interpoladas o superpuestas a escenas del pasado de la vida en el gueto, de la niña dando cuenta al abuelo de sus hallazgos, primero, y después, de esta niña ya adulta bajo el nuevo régimen comunista impuesto en Polonia tras la liberación. Dos planos, pasado y presente confrontados, interpenetrándose; confluyendo progresivamente de forma asintótica, hasta que -¡prodigio de la trama!- se funden en uno solo.

Como ya hiciera la longeva e intrépida Harriet (la tortuga de Darwin), El cartógrafo nos proporciona una profunda y meditada lección de Historia. Y ello, no en abstracto, por supuesto, sino anclada en datos fehacientes y en episodios lacerantes del pasado reciente europeo imbricados con elementos de la más estricta y dolorosa cotidianidad de sus protagonistas. Una lección de Historia, digo, sobre quién la escribe, por qué y cómo lo hace; al servicio de qué intereses ideológicos, de qué urgencias vitales o de qué circunstancias sociales y políticas, de dominación, de supervivencia, de ocultación. De hecho, la colección de mapas antiguos que atesora el cartógrafo no son sino una recurrente y fecunda metáfora de todas las formas imaginables de preservar o reconstruir a capricho el pasado; de manipularlo, de adulterarlo -de anularlo, incluso -para ajustarlo al discurso hegemónico imperante.

Respecto al montaje, cuya dirección corre a cargo del propio autor, parece seguir a rajatabla el lema del cartógrafo: “Definitio est negatio”, es decir, convertir el escenario en un “mapa” depurado de elementos accesorios o redundantes que distraigan la atención del espectador y la desvíen de lo esencial. Esta poética del despojamiento que ya puso en práctica Mayorga en su montaje de La lengua en pedazos es llevada aquí al extremo reduciendo el elenco a dos únicos actores y limitando la escenografía a unas marcas en el suelo, a un taburete y a un par de mesas y sillas de estilo funcional. Leves efectos sonoros y subrayados musicales y una iluminación sectorializada para crear los múltiples espacios donde se desarrolla la acción completan esos magros elementos escenográficos para que nada se interponga entre la palabra de los personajes -y sus silencios- y la imaginación del espectador.

Claro que sólo es posible que tal empeño resulte exitoso si se cuenta con un texto tan complejo, sugerente y tan sólidamente articulado y con unos actores tan motivados y de tan excepcional y aquilatada ejecutoria como Blanca Portillo y José Luis García-Pérez para adaptarse a sus exigencias. Un texto que combina la plasticidad de las descripciones y el rigor documental del registro de nombres, números o localizaciones con la viveza y espontaneidad de los diálogos, con el arte de la alusión, las evasivas los sobrentendidos o las presuposiciones; y unos actores sometidos a un auténtico “tour de force” en la tarea de multiplicarse y ajustarse a roles distintos y cambiantes con tonos y registros diferentes según exige el desarrollo de la acción.

Ambos actores destacan por su versatilidad y, si somos justos, no habría que hacer distingos entre toda esa pléyade de personajes a los que uno y otra se entregan sin reservas y poniendo el listón muy alto ya desde la primerísima escena, en la que hallamos a Raúl angustiado por la tardanza de Blanca en volver a la embajada cuando ésta aparece con un plano en la mano, con la mente en otra parte, como atraída por un extraño misterio que recabara toda su atención. El matrimonio protagoniza asimismo el intenso cuadro 22 con Blanca, presa de remordimientos y desesperación, relatando lo sucedido la mañana de la desaparición de Alba. Pero indudablemente, la pareja que concita las mayores simpatías es la del abuelo y la niña y las escenas que protagonizan, con ese crescendo de la tensión dramática a medida que el deambular de la pequeña por el gueto se hace más y más peligroso hasta que ambos se sienten acorralados y amenazados por las cada vez más frecuentes redadas. El anciano (José Luis García-Pérez) envejece literalmente en escena apesadumbrado por lo que intuye, sometido al hambre, al frío, a la falta de medicinas y al temor creciente de que detengan a su nieta, mientras que en el exterior se extiende la desolación y la muerte. La niña (una portentosa Blanca Portillo) se entusiasma con los mapas, la ilusiona la perspectiva de ser útil, se emociona con los recuerdos infantiles, bromea y baila con el abuelo, le tranquiliza, disimula sus tropiezos, acalla sus temores; se rebela, sueña; tiembla y contiene la respiración arrebujada junto él para evitar ser descubiertos por la policía, y vibra y conmueve hasta las lágrimas, cuando saliendo del papel -porque, por respeto a las víctimas, el horror que va a describir no puede ser representado-, de pie, frente el auditorio desgrana con todo lujo de detalles las atrocidades cometidas con aquellos seres indefensos durante los días más críticos de intensificación de las redadas.

Gordon Craig.


El cartógrafo. Naves del Español.

domingo, febrero 19, 2017

FOTOGRAFÍA. Pequeñas fotografías. Faro. Suances, Cantabria.

Pequeñas fotografías. Canon G7X.



Faro. Suances, Cantabria.

1000 razones para no dejar de leer. Javier Gomá y la mortalidad.


"Pero, ¿podemos ser héroes? 

Javier Gomá: Al revés. No pretendo decir que Aquiles es como la mujer o el hombre que está en un atasco al caer la tarde después de una jornada rutinaria. Lo que digo es que esa mujer o ese hombre pueden ser como Aquiles en el sentido de que comparten la empresa de vivir y envejecer, juegan al juego de vivir y tienen en vilo la conciencia de su mortalidad. Participan de una heroicidad y merecen una gloria semejante a la del protagonista de la Iliada. No existe nada más grandioso en lo humano que la aventura de vivir y envejecer y la conciencia de tu propia mortalidad. La mortalidad es igualadora. La totalidad del mundo está en juego en cada uno de los que vivimos en el mundo".

Lee aquí la entrevista completa.

viernes, febrero 17, 2017

TEATRO. La Celestina. "Vívido mosaico naturalista de una España en la encrucijada".

Autor: Fernado de Rojas. Adecuación para la escena: José Luis Gómez y Brenda Escobedo.
Con: Chete Lera, Palmira Ferrer, Raúl Prieto, Marta Belmonte, José Luis Torrijo, José Luis Gómez, Inma Nieto, Miguel Cubero, Diana Bernedo y Nerea Moreno.
Espacio escénico: José Luis Gómez y Alejandro Andujar.
Dirección: José Luis Gómez.
Madrid. Teatro de La Abadía. Hasta el 26 de febrero de 2017.



Frecuentemente, cuando en el programa de mano que te facilita el teatro, leo junto al título de la obra palabras tales como “dramaturgia”, “adaptación”, “versión” u otras similares me echo a temblar, porque al amparo de tan respetuosas etiquetas se suele cometer con los textos originales tropelías inimaginables. No es este el caso afortunadamente y este es uno de los mayores méritos del montaje de esta obra, cumbre de nuestras letras, que puede verse estos días en el teatro de la Abadía.

El texto original, no escrito específicamente para la escena, según algunos críticos, es largo y denso y los diálogos están trufados de citas, refranes y enjundiosas reflexiones morales que corren parejas con un proceso muy matizado de evolución psicológica de los personajes, todo ello formando un continuum coherente de actitudes, motivaciones y reacciones cuyo equilibrio no puede alterarse sin que el conjunto se resienta. Pues bien, como decía arriba, y con las inevitables carencias que tal labor de poda lleva aparejadas, y que a buen seguro percibirá el espectador que haya leído la obra, la “adecuación” del texto de Fernando de Rojas que han hecho para la ocasión José Luis Gómez y Brenda Escobedo mantiene los elementos esenciales de la trama, respeta la literalidad de los parlamentos de los personajes en los momentos de mayor interés y dramatismo -verbigracia, los encuentros de Celestina con Melibea, la “despedida” de ésta última o el llanto de Pleberio-, y garantiza un desarrollo fluido de la acción en la que no se echan a ver huecos ni tropiezos, excepción hecha, quizá, de la interpolación de la escena del ajuste de cuentas de Sempronio y Pármeno a Celestina inmediatamente antes del llanto de Melibea, desconectándolo de la muerte accidental de Calisto en su atropellada huída por la escala, que es lo que desencadena la desesperación de la joven.

La ambientación es de una sobriedad extrema; sirviéndose del propio ábside y cúpula abaciales para las escenas de la sinagoga y el templo cristiano, la escenografía se reduce a una plataforma desnuda sobre la que se insinúa con proyecciones el recinto del jardín de Melibea y el tabuco de Celestina, al que se accede mediante sendas entradas con trampilla practicadas en el entarimado. Esa escasez de atrezo y de elementos escenográficos obliga a un riguroso estudio del movimiento escénico y a un esforzado trabajo de los actores sobre cuya capacidad de expresión verbal y corporal recae toda la responsabilidad en la trasmisión del rico mundo interior de los personajes. Tan sólo una licencia se concede el director, abrir y cerrar el espectáculo con sendas escenas alusivas al enrarecido clima de intolerancia religiosa de la época que se materializó en una implacable persecución de conversos encausados por prácticas judaizantes. La escena del “descendimiento” de los despojos del reo expuesto para escarmiento público y la escena final de la muerte por ahorcamiento de los encausados son verdaderamente estremecedoras y enmarcan a la obra en esa atmósfera de amenaza y represión.

El espectáculo en general rezuma vitalismo y sensualidad; aún con un vestuario no estrictamente de época, (o con algún anacronismo como el pago a Celestina con billetes de “curso legal”) la ambientación y los personajes, fruto de un escrupuloso trabajo actoral, remiten a un inequívoco pasado en el que el incipiente renacentismo está alumbrando una nueva escala de valores materializados en la rebeldía contra ciertos convencionalismos sociales, en el sentido de la caducidad de la vida con su consiguiente búsqueda del placer y del goce del cuerpo o en la nueva moral utilitaria, donde el interés, el dinero y el afán de lucro triunfan sobre el amor, el ascetismo, la religiosidad o la creencia en una vida ultra terrena propias de una cosmovisión medieval en trance de desaparecer.

Como digo, el trabajo de los actores es en general de un altísimo nivel. Raúl Prieto, es un Calisto, egoísta, cínico y absorbido por su pasión libidinosa; no sé si he llegado a entender bien sus repentinos e inopinados cambios de humor; huraño y cariacontecido parece un niño mal criado al que se le niega una fruslería y de pronto pasa un estado de máxima exaltación o cae preso de un frenesí fetichista, como cuando dialoga con el cordón de la joven. Advierto una impostación forzada que rompe con la naturalidad general con que sus compañeros interpretan sus papeles. Indudablemente lo he visto en tardes mejores. También me pareció un tanto desdibujado el Pleberio de Chete Lera; bien es verdad que entra en frío cuando la tragedia ha llegado a su momento culminante y le cuesta encontrar el punto de ebullición. Progresa al transitar del asombro e incredulidad iniciales a la expresión de dolor profundo por la pérdida y, se crece, en las etapas finales de su duelo, en la rabia y en la desesperación. Está a tono en sus breves intervenciones Palmira Ferrer en una cándida y confiada Alisa. Y lo mismo cabe decir de los criados de Calisto y de las protegidas de la alcahueta: la descarada y vivaracha Elicia (Inma Nieto) y la un tanto tímida y cohibida Areúsa (Nerea Moreno), cuyos remilgos destruye Celestina en una escena memorable y que luego goza del placer con particular fruición en los brazos de Pármeno. Ambas representan, para decirlo con un verso de Rubén Darío: “la carne que tienta con sus frescos racimos”, bocado exquisito para el truhán codicioso y sin escrúpulos que es Sempronio (José Luis Torrijos) y para el incauto e inexperimentado Pármeno, cuyo aprendizaje de la vida expresa magníficamente Miguel Cubero.

Muy en sazón está Marta Belmonte en el papel de la dulce Melibea. Su belleza hierática, su figura grácil y sus modales delicados contrastan con un carácter fuerte y una activa resolución que la permite ser prácticamente dueña en todo momento de la situación. Muestra ese especial sentido femenino para las realidades inmediatas; sabe escuchar, mostrase esquiva, imperiosa o disimular para ocultar sus verdaderos sentimientos, cuya exteriorización modula con singular pericia apoyada en un verbo fluido pletórico de inflexiones tonales. Confiere un marchamo de autenticidad a un personaje que ha concitado a lo largo de la historia un alud de referencias librescas. José Luis Gómez, por último, constituye la verdadera sorpresa del montaje encarnando con particular maestría a la vieja alcahueta. Compone una anciana menuda, de mirada penetrante, andares torpes y aspecto frágil pero incansable en sus idas y venidas para conseguir sus propósitos. Osada, codiciosa, taimada, camaleónica, posee un agudo sentido de la realidad para adaptar su discurso a cada situación y circunstancia. Es digno de verse como se desenvuelve con Melibea para mediante embustes y subterfugios granjearse su confianza y espolear su concupiscencia, o como manipula a Pármeno para vencer sus escrúpulos, aunque también sabe tenérsela tiesas cuando la ocasión lo requiere. Es dueña y señora de la escena con su punto de socarronería, con su palabra justa, con su desenvoltura y con ese gracejo que confieren a su interminable perorar el acento levemente andaluz y la expresividad de sus manos con las que pareciera estar tejiendo la tela de araña en la que aprisionar a sus víctimas.

Gordon Craig.

La Celestina. Teatro de la Abadía.

jueves, febrero 09, 2017

TEATRO. Las brujas de Salem. "Fanatismo e intolerancia".

Autor: Arthur Miller. Adaptación de Eduardo Mendoza.
Con: Míriam Alamany, Nausicaa Bonnín, Marta Closas, Borja Espinosa, Miquel Gelabert, Núria G. i Llausí, José Hervás, Lluís Homar, Carles Martínez, Anna Moliner, Nora Navas, Albert Prat, Carme Sansa, Yolanda Sey y Joana Vilapuig.
Escenografía y vestuario: Beatriz San Juan.
Dirección: Andrés Lima.
Madrid. Teatro Valle-Inclán. Hasta el 5 de marzo de 2017.



Las brujas de Salem, título de la traducción de la versión francesa que siguió Diego Hurtado para su publicación en la revista Primer Acto, en mayo de 1957 y que han mantenido otras versiones hasta la presente de Eduardo Mendoza, puede resultar más familiar o más fácilmente asimilable por el gran público por su carácter descriptivo, aunque creo que su traducción literal El crisol (“The crucible”, en el original) da cuenta de manera más certera del contenido nuclear de la pieza: la necesidad al parecer inherente a la naturaleza humana de enfrentarse a situaciones límite para revelar lo mejor de sí misma. Y es que al igual que los metales se purifican a alta temperatura en ese recipiente de material refractario que es el crisol, el ser humano requiere enfrentarse a circunstancias particularmente dramáticas para que aflore su heroísmo y se sienta capaz de defender sus principios y su dignidad aunque le vaya en ello la vida.

Como es sabido, el texto de Arthur Miller se inspira en los hechos que rodearon a la acusación y posterior juicio por brujería en el que fueron condenadas a la horca 19 mujeres en la pequeña aldea de Salem, actual condado de Massachusetts, en 1692. Aunque no está del todo aclarado el origen de la cadena de delaciones y el clima de histeria que se instaló entre la población, la obra toma como trasfondo las luchas entre las familias de colonos por la propiedad de la tierra, pero sobre todo, la situación límite a la que se ven abocados John Proctor o Rebecca Nurse, entre otros, viene motivada por la intransigencia y el fanatismo religioso de los integrantes de una pequeña comunidad regida por la observancia estricta de la moral puritana y el clima de terror que se instaura a partir de la sospecha inducida por el reverendo Parris de que algunos miembros de la comunidad han tenido trato con el diablo.

En efecto, un grupo de niñas han sido sorprendidas por el reverendo participando en un ceremonial “indecoroso”; entre ellas Betty su hija, que a la mañana siguiente presenta una extraña afección. Para salvaguardar su respetabilidad desliza la sospecha de que Betty esté bajo la influencia del maligno. Por otra parte, las niñas, para evitar ser castigadas por su ritual de la sangre deciden sumarse a esa tesis y no dudan en acusar a una compañera, la joven de color Tituba que, a su vez, presionada por el reverendo Hale, reclamado para practicar un exorcismo a Betty, confiesa la implicación de algún adulto. A partir de ahí, las envidias y los rencores soterrados empiezan a manifestares en forma de una cadena de denuncias y delaciones, que llega hasta los miembros más honorables de la comunidad, como la señora Rebecca Nurse, o los más díscolos, como el granjero John Proctor.

Se trata de un montaje riguroso que revela en todos sus términos esa peculiar atmósfera de amenaza, de persecución inquisitorial que el poder instaura para mantener el orden establecido, incluyendo una sobria escenografía de paneles móviles de listones de madera que delimitan un espacio simbólico de la opresión, cuyo perímetro se va cerrando en torno a las víctimas, primero como sala de audiencias y, finalmente, reconvertido en cadalso donde los reos van a ser ajusticiados. Un montaje sustentado en una soberbia versión de Eduardo Mendoza y José Luis López Muñoz y que dirige con acierto Andrés Lima, dosificando con tino los clímax y el movimiento escénico y alumbrando algunas escenas de singular belleza y dramatismo.

Particularmente sugerente es la breve escena inicial por el aura de misterio que instaura, desde el mismo comienzo de la obra, ese encuentro gozoso de los cuerpos de las adolescentes en un claro del bosque en medio de la noche alrededor de un fuego. Un poco más de artificio destila la escena del exorcismo de Betty a cargo de esa suerte de nigromante en que se transmuta el reverendo Hale (Carles Martínez); en cambio, tienen mayor empaque y consistencia las sucesivas etapas del proceso conducido por el gobernador Danforth (Lluís Homar), un implacable acusador aureolado de falsa mansedumbre e investido de la autoritas que le confiere ser el máximo guardián de la ortodoxia. El enfrentamiento final de Danforh y John Proctor es antológico.

Preparadas y ejecutadas con especial esmero, asimismo, parecen las escenas que protagonizan John y Elizabeth Proctor (Borja Espinosa y Nora Navas respectivamente) antes y después del procesamiento; ambos hacen una trabajo espléndido lleno de matices y de contención: los tímidos pero insistentes reproches de una dócil y abnegada Elisabeth ante el silencio obstinado de John que amenazan el frágil equilibrio y armonía conyugales mientras que como un vapor ponzoñoso les va envolviendo la sospecha y el temor a ser delatados por la pérfida Abigail; y luego, en su encuentro postrero, ante el terrible dilema al que se enfrentan, muestran su lucha denodada por mantener a flote su dignidad, su buen nombre y los pilares en los que se fundamenta su relación. ¡Ah! Y no querría olvidarme de Anna Moliner y de cómo modula los cambiantes estados de ánimo de la frágil y vulnerable Mary Warren, urgida por Proctor para que diga la verdad y señalada por el dedo acusador de Danforth.

Es cierto que Arthur Miller escribió esta pieza (de 1953) influido por el clima de miedo que se extendió en la sociedad americana años antes a consecuencia de las actuaciones del llamado Comité de Actividades Antiamericanas presidido por el senador McCarthy. Él mismo tuvo que ir a declarar ante el Comité. Pero no sé si ello autoriza a interpolar en el texto escenas ajenas a la obra original que refuercen un paralelismo entre dos situaciones que, para cualquier espectador avisado, ya resulta suficientemente evidente.

Gordon Craig.

Las brujas de Salem. CDN.

viernes, febrero 03, 2017

FOTOGRAFÍA. Pequeñas fotografías. East Tsavo National Park, Kenia.

Pequeñas fotografías. Pentax Optio.


East Tsavo National Park, Kenia.

TEATRO. Divinas palabras. Tragicomedia de aldea

Autor: Ramón María del Valle-Inclán.
Dirección : José Tamayo.
Con : Pedro María Sánchez, Carmen Arévalo,
Juan Antonio Quintana, Kiti Manver, Fernando Cabrera, Alicia Hermida.
Teatro Bellas Artes. Madrid. Año: 1999.

Divinas palabras fúe escrita en el año 1920, el año más pro­ductivo de la dilatada carrera literaria de D. Ramón María del Va­lle-Inclán. En algo más de doce meses además de esta obra salieron de su pluma Luces de bohemia, Los cuernos de Don Friolera y Farsa y li­cencia de la reina castiza, entre otras; sin embargo, ni el grado de desarro­llo del arte es­cénico su tiempo estaba a la altura exigida para enfrentar­se a unas piezas tan innovadoras, ni la temática abordada en ellas, ni la ideología política subyacente, próxima al republicanismo y al anarquismo, hacían posible ni "aconsejable" su puesta en escena. Así que todas ellas t­uvieron que esperar mu­chos años para verse representadas. Demasiados, si se piensa que en ese lapso de tiempo que incluye la Guerra y la posguerra, en el exterior están desarrollándose los grandes movimientos renovadores del teatro: Meyerhold, Craig, Brecht, de cuyos hallazgos y aportaciones al arte escénico a buen seguro se habría beneficiado nuestro eximio escritor de haber sido otras las circusntacias políticas.

En el año 1961, cuando Valle-Inclán ya había conseguido un e­norme recono­ci­miento como literato dentro y fuera de España y su escritura dramática brillaba con luz propia sin haber apenas pisado los escenarios patrios, José Tamayo asumió el reto que supone siempre llevar a escena a autores consagrados. Ahora, en el mismo escenario que entonces el Teatro Bellas Artes, vuelve por sus fueros con un montaje de Divinas palabras, que si no entusias­ma, (no a tenor de la crítica especializada para quien, al parecer, este montaje resulta un "éxito clamoroso" (sic), sino a juzgar por la respuesta del público que no nos pareció del todo entregado), al menos es profundamente respetuoso y coherente con una estética de corte expresionista que tan bien ha funcionado con otras obras de Valle que hemos tenido ocasión de ver representadas.

Divinas palabras, "tragicomedia de aldea", como él mismo la deno­mina, presenta una historia truculenta y cruel ; sus protagonistas, gentes de un pueblo miserable e inculto perdido en la Galicia profunda, vi­ven en sus carnes los extremos de rigor y de violencia a que con­duce la mo­ral tradi­cional española en lo tocante al asunto de la honra. Va­lle nos de­vuelve a la tribu, a la inusual rudeza con que la comunidad responde ante el problema del adulterio. Pero hay más, detrás de esa atroz cere­monia de escarnio del final del cuadro tercero, cuando el pueblo trae a la adúltera desnuda ante el marido afrentado, existe un terror atávico a la liberación de las fuerzas de la naturaleza encar­na­das en la figura de Mari-Gaila. Porque lo que los allegados y convecinos no pueden tolerar es que Mari-Gaila, la mujer, goce de autonomía para buscar el disfrute sexual fuera de la sacrosanta institución del matrimo­nio. Hay que descu­brir a la adúltera "in fraganti", ponerla en la picota, escarnecerla públi­ca­mente, obli­garla a confesar su pecado nefando, y después llevarla ante el marido engañado para que este ejecute su venganza. (Resulta es­tremecedor a este respecto, el comentario de una de las campesi­nas presentes en el brutal "prendimiento" de Mari-Gaila cuando alguien informa de que su amante ha huído corriendo: "Que se vaya libre. El hobre hace lo suyo propio. En las mujeres está el miramiento"). Solo que Valle no está por la labor. El desenlace no tiene ya nada que ver con la solución calderoniana ni con la que habrían adoptado los dramaturgos románticos: bastan unas palabras, unos bíblicos "latines" para que, como por ensalmo, la furia de la chusma se desvanezca y permitan a Pedro Gailo recibir a su mujer cual hija pródiga y acogerse ambos en sagrado. De ahí la terrible ambivalencia del final: los "latines" salvan a Mari-Gaila del populacho enardecido y de las iras de Pedro Gailo pero a costa de verse recluída en el seno de la Iglesia y del matrimonio, y la secuencia final en que, desnuda, reconciliada con su marido, de su mano, atraviesa el atrio de la iglesia es de una grandeza sublime.

Preferencia por un espacio escénico muy visual, cromatismo anormal, proyecciones, sombras chinescas, realidad deformada mezclada con lo irreal y onírico -en la escena del trasgo cabrío-, humor negro patibulario, distorsión, caricatura, ..., elementos teatrales del expresionismo a los que Tamayo recurre para recrear los lugares donde transcurre la acción, para construir los personajes -excepción hecha de Mari-Gaila, que aparece tocada por la gracia de un cuerpo es­plendoroso y joven y una expresión alegre, vital- y para reproducir la vida de aldea y sus ciclos : el trabajo y el descanso, las faenas domésticas y del campo y la diversión en los días feriados, una mo­notonía sólo alterada por el traginar de los chalanes, peregrinos, el ciego, el lañador, los maleantes perseguidos por la guardia Civil, y el ir y venir del carre­tón del tonto, por caminos y tabernas... ; y en el epi­centro de la escena, enseñoreándolo todo, el pór­tico de la iglesia parroquial y su cemente­rio anejo como metáfora de la omnipresen­cia de una religiosidad impues­ta, exterior, sustentada en la su­perstición y el te­rror al mi­ste­rio y en ese temor reverente, atávico, por la fuerza de la palabras del latín litúrgi­co.

Aunque motejada de tragicómica esta pieza no hace reír al público salvo en contadas ocasiones. Es demasiado cru­el el espectáculo de la ignorancia y la miseria ; las vidas de unos seres sumidos en la brutalidad, insensibles ante las desdichas ajenas e inmisericordes con sus debilidades. Cruel el desamparo en que muere sola, en medio de un camino, Juana la Reina ; cruel y patética la desesperación del sacristán varado entre su cobardía y el “deber” de matar a su esposa ; atroz el escarnio de que es objeto el idiota en la taberna de Ludovina ; cruel y grotesco, en fin, la vergonzante utilización que hacen del "balda­diño" Mari-Gaila y Marica del Reino y como lo convierten en instrumento de su codicia.

El trabajo de los actores es excelente, aunque no cuaje siempre en unos resultados plausibles, aunque no siempre estén a la altura de una tensión dramática creciente que a veces roza lo insoportable. Sobresale quizá Juan Antonio Quintana en el papel de Pedro Gailo, un personajes lleno de contrastes y matices. Todos son dueños y señores del espacio llegando a componer cuadros de gran belleza ; y son escrupulosos en el empleo del lenguaje. Un lenguaje altamente elaborado que reproduce en su laconismo, con la palabra justa, el habla popular y las peculiaridades propias del castellano galaico, pero sin llegar a ser vulgar ni realista. Un verbo pletórico de símbolos, de imágenes, de sugerencias, de tonalidades que supone un verdadero disfrute para los sentidos.

Gordon Craig.