miércoles, diciembre 20, 2006

VIDA URBANA. Volver a sonreir. Volver a vivir.

Volver a sonreír le costó una media tarde. Estábamos sentados ante una cristalera que daba a una gran avenida. Los cristales se empañaban cuando el halo de nuestra respiración chocaba contra los congelados cristales del escaparate. Afuera llovía, mil y una gotas chocaban contra el vidrio y en desenfrenadas carreras sin rumbo todas iban a morir al suelo, a la acera de hormigón que brillaba ante nuestros ojos. Los paseantes anónimos de la calle no paraban de transitar, en un ir y venir caótico pero constante que no cesaba.

Intenté desde el principio mirarla a los ojos, abrazarla con mi mirada, acariciar su carita de ángel con cada uno de los matices de mi retina. Pero, fueron intentos fatuos, fallidos, sus ojos estaban clavados en el borde de una baldosa o quizás en una de las patas de la mesa de cafetería que compartíamos. Y allí permanecieron durante muchos minutos.

Pasó una hora, quizás dos. Su relato, la cruenta crónica de sus dos últimos años me envolvió por completo, me dejó frío, descolocado, aturdido, noqueado. Cuando terminó de hablar buscó mi mirada; por fin me regaló un instante de aliento. Sobrecogido todavía, sin capacidad de respuesta aún, me levanté y la volví a abrazar. Sus lágrimas, las que antes no habían querido hacer acto de presencia, algo así como permitiéndole unos instantes interminables de entereza para dejar que su desgarrador relato finalizará sin interrupciones, cayeron sobre mi pechera durante unos segundos. Sin más, sin que la escena se volviera insosteniblemente sonrojante para su persona, ella misma se retiró a su asiento y con un pequeño pañuelo secó sus lacrimales enrojecidos.

Y su sonrisa apareció como por arte de magia. Sin parar de evocar, entre risas nerviosas, uno por uno, muchos de los momentos inolvidables pero ya pretéritos de nuestro tiempo juntos en la fábrica, pidió un par de cafés y una buena ración de tarta de chocolate para ella. Siempre fue una golosa, el chocolate la privaba, era una de sus perdiciones. Y Ángel, también fue una de sus perdiciones. Ese mal nacido la amargó la vida durante demasiado tiempo.

Los dos últimos años de Reina habían estado rodeados de malos momentos, de circunstancias adversas y reveses de la vida que le robaron hasta su bien más preciado: su sonrisa. La precipitada muerte de su padre debida a un cáncer terminal no cogido a tiempo, el despido de un trabajo tras otro, el maltrato físico y el trastornó psíquico que la infligió ”su amor”, como ella solía decir (Ángel), durante unos interminables años rodeados de sufrimiento y dolor, ... ¡y yo que sé cuántas cosas más! Reina casi deja de existir.

Había días que no paraba de llorar, lloraba y lloraba hasta que sus lágrimas no existían, hasta que ya desaparecían por completo, pero aun así seguía sollozando pero sin lagrimas. Recuerdo también con amargura y con rabia aquel momento en el que se atrevió a contarme que cuando Ángel la pegaba sin motivo reiteradamente día tras día, un bofetón tras otro, y cuando la pateaba, ya en el suelo, y cuando ella misma sentía que el olor de su sangre impregnaba el poco aire que podía respirar, que en esos instantes no sentía nada, que el dolor dentro de su cuerpo era tan profundo que no sentía, que recibía y recibía golpes y su mirada se nublaba, y creía desmayar, pero no se desmayaba, parecía medio dormida, en un estado de medio duermevela irreal, y que soñaba que flotaba en un mar de nubes y recreaba instantes de cuando era niña y jugaba con Orejitas, su osito de cama, o cuando su difunto padre la arropaba cada noche, a ella y a su hermana, cada noche. Y yo la contestaba para mi, y añadía entre un silencio aterrador demasiado profundo que afligía mi corazón: “y los cantos de sirena te pedían que te rindieras, que reventaras de una vez y todo terminara. Pero la vida, no sé cómo llamarlo, algo muy dentro de ti, en ese momento sublime, malsano espíritu o alma traicionera, un último hálito de aire, te devolvía a la realidad, al olor de la sangre coagulada y al del sudor del macho ebrio de supremacía de poder. Y también regresaba el dolor, ese dolor que mata sólo con nombrarlo, y el sufrimiento terminal, el que avisa de que poco te queda de persona, de corpóreo, que te ruega y te susurra al oído que te dejes llevar y vueles, vueles en llamaradas hacia la nada, hacia la oscuridad. Y la historia se repite, tarde tras tarde, noche tras noche, a veces acompañada de violación vejatoria, de derecho de pernada con sello de propiedad ilimitado. Y regresaban los golpes sin avisar, y las patadas, y tú sigues llorando, llorando sin lágrimas porque ya no te quedan ni tan siquiera lágrimas. Y vuelve Orejitas, y tu padre te arropa, y a tu hermana también, cada noche. Y de nuevo te viola, una y otra vez. Eres suya, sólo suya. Y cada día mueres un poquito más y sigues muriendo lentamente día tras día”.

Cuando nos despedíamos, y aunque entre el gorro de lana y la bufanda sólo se le veía media cara, pude oír como me daba las gracias por ese rato, por la tarde más feliz de su vida en mucho tiempo. Y como añadía, al rato, musitando entre dientes, como en un suspiro, que quería volver a vivir. Y se marchó así, sin más. Y se perdió entre la multitud que aún poblaba la calle como si se tratase de un efímero sueño que se evapora poco a poco en el duermevela del devenir de cada mañana.

“Esa noche lloré yo, con lágrimas, millones de ellas empaparon mi cuerpo deshecho por el dolor. No paraba de revivir dentro de mi cada uno de los momentos que me relataste esa tarde, y tampoco podía dejar de pensar en ti, y en tus lloros sin lágrimas, y en Orejitas, y en tu hermana, y en cuando tu padre os arropaba, cada noche. Maldije una y otra vez no haber leído ese correo electrónico antes. ¡Cariño!, ¡corazón!, ese correo lo tenía en desuso desde hacía mucho tiempo y por eso no lo abrí antes. Ya no sirve de nada. Son burdas excusas, pero mi cabeza no para de rememorar cada instante tuyo de desolación, de agravio, de destrucción. No puedo volver el reloj del tiempo para atrás. Lo siento, llegué tarde. Estuve tarde, pero estuve contigo. Y volví a ver tu sonrisa. Quieres volver a vivir. Y con eso me quedo. ¡Reina, vive y vuelve a volar”!

viernes, diciembre 15, 2006

TEATRO. EL RINCÓN DE GORDON CRAIG. El Mágico Prodigioso. "El imprescindible referente del Barroco".

De Calderón de la Barca.
Con: Jacobo Dicenta, Beatriz Argüello, Cristina Pons, Manuel Aguilar, Jorge Lasanta, Alejandra Caparrós, Sergio de Frutos, Luis Carlos de la Lombana, Rodrigo Poisón y Nicolás Vega.
Escenografía: Ana Garay.
Dirección: Juan Carlos Pérez de la Fuente.
Madrid. Teatro Albéniz. 26 de noviembre de 2006.



Se sirve, esta vez, el genio vasto y proteico de Calderón de una leyenda piadosa, la vida de los mártires Cipriano y Justina como núcleo embrionario del drama, pero pasado por su inventiva fecunda de dramaturgo, el resultado es mucho más que una mera hagiografía y encierra toda la profundidad de la idea, toda la riqueza psicológica y toda la complejidad de la trama de sus dramas filosóficos en una síntesis atinada de concepto, ritual, fiesta y exaltación de los símbolos de la fe, que como correspondía a su época, había que salvaguardar a toda costa.

Respecto a Juan Carlos Pérez de la Fuente, aunque suene a tópico hay que repetirlo una vez más, se ha convertido en un director imprescindible cuya mirada penetrante y cuya peculiar poética escénica otorgan a sus montajes un inconfundible marchamo de calidad que arrastra al espectador a una estimulante experiencia estética. Ya lo dijimos con ocasión del estreno de Pelo de Tormenta, de Nieva, en el que el patio de butacas del María Guerrero se convirtió en un palenque dieciochesco, para dar cabida a todo el colorido y la magia del ceremonial profano; o, en el caso de La visita de la vieja dama, de Dürremnatt, donde el teatro entero, desde los cimientos hasta las parrillas del telar temblaban con los infelices moradores de Güllen ante la mirada implacable de Claire Zachanassian. Ahora, de nuevo, toda la maquinaria escénica, la iluminación, la música, los efectos especiales se aúnan para traer ante el espectador la espectacularidad, los excesos, la orgía, en suma, de la teatralidad barroca en su estado más puro.

Como paradigma mítico la tragedia de Cipriano es la mimesis del sacrificio del héroe; su conversión, ruptura del “orden” establecido -no olvidemos que estamos en Antioquía, en el siglo III, un área de influencia romana-, le acarrea el martirio, siendo dicha conversión el leit motiv principal de la obra. Ahora bien esa conversión no se produce como desenlace de un conflicto íntimo del protagonista en lucha consigo mismo; la resolución de la duda con la que se inicia la obra, con un Cipriano incapaz de encontrar a Dios entre las deidades paganas, se produce por la influencia salvífica de Justina, por su determinación y su firmeza, para resistir el asedio de Cipriano, enamorado perdidamente de ella, y que para seducirla pide ayuda al mismísimo diablo. Y de nada sirven las artes mágicas del maligno con quien Cipriano ha establecido un pacto de sangre, todas sus añagazas van a estrellarse sin hacer mella contra el muro infranqueable del libre ejercicio de la voluntad de Justina, sustentada en su fe inconmovible. Y Cipriano al fin tiene que aceptar su derrota con esta lapidaria y paradójica sentencia: Venciste, mujer, venciste/ con no dejarte vencer.

Salvada la participación coyuntural de Floro y Lelio, pretendientes de Justina, y del contrapunto jocoso de los criados Clarín y Moscón y su lance con Livia, el grueso de la acción descansa sobre los actores que encarnan a los tres personajes principales, Cipriano, Justina y el diablo, diablesa, en esta ocasión. Los tres salen airosos de sus respectivos cometidos: con altibajos Jacobo Dicenta (Cipriano) y Cristina Pons (Justina), un tanto solemne y envarado el primero, reiterativa y un tanto amanerada la segunda; respecto a Beatriz Argüello prefigura una diablesa sibilina y seductora, pródiga de recursos expresivos para incorporar al papel las múltiples facetas de una personalidad demoníaca y perversa mientras que transita con inusitada energía por los cambiantes estados anímicos de su comprometida situación. El versátil espacio escénico de Ana Garay, la iluminación efectista de Gómez Cornejo y los estilizados y fastuosos figurines de Javier Artiñano hacen el resto, dando lugar, en conjunto, a una sorprendente mezcla de barroquismo y modernidad.

Gordon Craig.
27-XI-2006.

miércoles, diciembre 13, 2006

POESÍA. Y el vate volvió a aparecer.

Vagamente recuerdo aquella tarde de marzo de 1997 en el café Manuela. Enrique Valle, el poeta, presentaba su último poemario: “Noé desobediente”. Nos congregamos algunos amigos, muchos amigos, y entre la dureza de sus versos y la oscuridad del café, saboreamos un “bourbon” con agua bien seco.

Pocos recuerdos más tengo de aquella cita. Han pasado ya casi diez años.


Diciembre de 2006. Por la tarde. Madrid. En un autobús de la EMT vuelve a aparecer el poeta. Su pelo blanco grisáceo y sus gafas de acero inoxidable con un soporte para cristales oscuros colocado sobre la montura lo delatan. No puede ser otro. Es él. Me siento a su lado y conversamos: de la vida, del paso de los años, de tiempos mejores ya pasados, de amigos, de la familia, ... y de las obras de Gallardón que pronto acabarán, pero lo que seguro que no terminará tan pronto es el pago de sus facturas, el sangrante goteo de dinero público que llena las arcas de los oligarcas del hormigón.

El breve encuentro se termina con un caluroso abrazo y un apretón de manos en una estación Metro, del Metro de Madrid, ese túnel inmenso, siempre cargado de almas solitarias y de sorpresas. Como la mía y la de Enrique.

Ahora os dejo con la voz del poeta, con sus versos, para que los disfrutéis en soledad, o los recitéis en compañía. ¡Atentos los sentidos!


Y el séptimo día descansemos.

I

Ser impecable
Es ser a pesar de todo
Aunque incomode

II


Ser respetuoso con el enemigo
Es no necesitar más amigo que uno mismo

Acostarse con amantes residuales
Y despertar sin una sola herida

III

Ser fuerte
Es abrir las puertas de la ciudadela
Dejarse conquistar
Y soltar la carcoma de los labios

IV

Ser dios
Es ser el Hombre encadenado a la verdad
Y no decirlo

V

Ser
Puede no ser un monosílabo

VI


Las consecuencias de la Luna
-Dudosa consejera-
Aparecen al cabo de seis renovaciones
Quitándote las rémoras de Luz
Para aumenta sus lunas protectoras

Sospechoso.

Lo mismo no es más que rabia
Pura envidia de dragón frente a San Jorge
O un no sé qué bochornoso
Que me niego a mirarme

Rabia por no estar demasiado loco
Y no ser capaz de molinos y rebaños
Ni de decir “puta” en el currículo
O afilar el gesto cuando conviene

Envidia de los césares
Que a veces tienen razón
Y a veces cuatro hileras de manos
Para agarrar los bastos las espadas las copas
Y los dividendos

Rabia por no estar a bordo del instante
Por haberme quedado con los náufragos de siempre
Que lloran en conserva para no fermentar jamás

Envidia ante los fuertes
Que se conforman con la costumbre
Y viven como dios cuando vive bien
Y encima quieren cruces a cuenta

Envidia y rabia
Mintiendo como testigos
Los mismo de noche que de rodillas
Maquillando su fealdad
Por rabia por envidia por encima de todo

Doble o nada.

En las noches que salen las sarnas
Y el postre arde una eternidad en el estómago
Rodando pasito a pasito por la barbarie
En busca de rozaduras tan de los santos
Habiendo acabado ya de jorobarla
Con el asunto ese de hacerse el glorioso
Más con el pelo que con el amor
Harto de tanto despilfarro
Como una mano no podría imaginar
Entonces
Acontece
Que
Tal vez aparezca la niña de los improvisos
A la espalda de la sonrisa inmóvil
Como perdida por ahí
Y te diga cosas en clave de ruina
En una invitación al epílogo
Con su boquita infectada
Y el porte del alma en cuarentena
Asomará
Volando la fibra más frágil
Y sí no se anda uno con buen pulso
La dichosa luz de las farolas
Puede hacernos cometer errores de primavera
Como besar su herida
Creyendo que las gotas son sudor.

Enrique Valle.

WHISPERS’ GALLERY. Nuevas sensaciones. Basic_B, 2005.

15 San Fermín