jueves, mayo 14, 2015

TEATRO. Our town. "De la belleza y grandeza de la humilde existencia cotidiana".

De Thornton Wilder.
Con: Raúl Peña, Chupi Llorente, Alejandro Pantany, Mónica Vic, Ángel Perabá, David García Palencia, Efraín Rodríguez, Eduard Alejandre, Eva Higueras, Javier Martín, Gemma Solé, Elena de Frutos, Paco Mora y Roser Pujol.
Dirección: Gabriel Olivares.
Madrid. Teatro Fernán Gómez. Sala Jardiel Poncela.


Our town (Nuestro pueblo) es la historia de varias familias de Grover’s Corners, un pequeño pueblecito de poco más de doscientos habitantes en el estado de New Hampshire, al noreste de los Estados Unidos. Las diversas anécdotas que jalonan el discurrir de la actividades diarias de los lugareños no están exentas de sabor local -como las referencias al béisbol, a la guerra civil o a las actividades del coro parroquial- pero esta pequeña comunidad con el trajinar de sus gentes trasciende su localización espaciotemporal concreta y viene a constituir un paradigma de la vida en pequeños núcleos rurales de no importa que latitud, una existencia apegada a la familia y a la tierra y gobernada a los ciclos de la naturaleza. En conjunto, la obra viene a constituir una reflexión de fondo sobre el discurrir del paso del tiempo y sobre la ceguera de los humanos para descubrir las pequeñas cosas que le dan realmente valor a la vida, para gozar “de la belleza y de la grandeza de la humilde existencia cotidiana”, podríamos decir parafraseando a Maeterlinck.

Los episodios más nimios o los más relevantes -entre los que destacan, quizá las etapas de la relación sentimental de Jorge y de Emilia, y su matrimonio y la muerte de ésta última- o el proceder a veces inopinado, a veces más reflexivo, de los personajes, cobran una nueva luz a partir del inicio del tercero y último acto que tiene lugar en el cementerio de la colina durante el sepelio de Emilia. La irónica mirada retrospectiva del Director de Escena -un personaje que actúa como narrador a lo largo de toda la obra-, y los juicios de los propios difuntos, a los que el autor -como hacía ya en La larga cena de Navidad- “devuelve a la vida” momentáneamente para que escuchemos sus reflexiones, proporcionan un nuevo punto de vista desde el que contemplar el pasado de los personajes, una nueva perspectiva desde la que valorar nuestra propia existencia, lo desproporcionado de nuestro proceder, de nuestros accesos de envidia o de cólera, de las pequeñas o grandes vanidades con que hacemos más difícil la vida sin darnos cuenta de que el discurrir de los días y de los años convierte en fútiles las más graves disensiones y desencuentros. Y no podemos por menos de preguntarnos, como Emilia lo hace desde su tumba, si es que “nunca un ser humano puede darse cuenta de la vida mientras la vive”.

Con un lenguaje desenfadado y vivaz, lleno de rasgos de humor, el autor se las ingenia para establecer una rara atmósfera de familiaridad y cercanía, entre los vivos y entre los muertos, que, más que tristeza y desolación - ¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!- trasmiten paz, sosiego y armonía desde su lugar de reposo, “la cumbre de una colina abierta a los vientos, a las nubes y en compañía de las estrellas”. Con un trabajo muy físico, los actores transitan incansablemente de aquí para allá en un escena central desnuda y rodeados de los espectadores, representando varios de ellos múltiples papeles, ocupando a la vez que describiendo el espacio físico de la acción ayudados apenas por las indicaciones de sus gestos, por un cálido espacio sonoro que firma Ricardo Rey y por el recurso a unos grades baúles de trasporte de material técnico para espectáculos, que resulta quizá demasiado frío y ajeno a la atmósfera intima y personal de las más de las escenas. Salvo por este detalle, Gabriel Olivares, el director, consigue darle coherencia al espectáculo, e imprimirle un ritmo ágil al desarrollo de un texto que incurre a veces en una cierta monotonía. Buen trabajo en general de los actores, como digo. Simon Stimson (Javier Martín) acapara toda la benevolencia de sus conciudadanos por su pasado desgraciado y todas las simpatías del público por el gracejo que derrocha en sus estados de embriaguez y por el pundonor con el que asume sus tareas de director del coro parroquial. Elena de Frutos y Paco Mora están igualmente acertados en sus respectivos roles de Jorge Gibbs y Emilia Webb, dos jóvenes que viven su enamoramiento con esa rara mezcla de miedo, asombro, torpeza e ingenuidad que caracteriza a la adolescencia.

Gordon Craig.

Our town. Teatro Fernán Gómez.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Dicen los taurinos que tarde de expectación, tarde de decepción. Y algo parecido me sucedió a mí el otro día con el montaje de “Our Town” de Thornton Wilder, que dirige Gabriel Olivares y se representa en el Teatro Fernán Gómez de Madrid.
Tengo todavía en la memoria el gran trabajo que hizo Juan Pastor en la Guindalera con “La larga cena de Navidad” del mismo dramaturgo americano hace unos años. Y con esta premisa, iba yo con muchas ganas de disfrutar de “Our Town”.
Pero en esta ocasión, a mi juicio, me topé con un director con demasiadas pretensiones que no acertó con la puesta en escena.
¿Era necesario pedir a los actores que hicieran un esfuerzo bárbaro para actuar sobre la nada? ¿Todavía un actor tiene que hacer que pela judías verdes, cuando basta que lo diga, para que el espectador se lo crea?
¿Se valora en realidad al espectador cuando hay que explicarle tantas cosas sobre las tablas? ¿Los dos jóvenes enamorados tienen que sentarse tan lejos el uno del otro, cuando comparten un helado, una escena preciosa, por cierto, para marcar el temor que ambos tienen para expresarse sus sentimientos más íntimos?
Acabé rendido en mi butaca con el frenético ir y venir de las cajas metálicas que los actores hasta la saciedad colocaban y recolocaban sobre la escena.
Me quedo con el texto de Our Town, que el director respetó escrupulosamente, porque fue un gusto escuchar a Wilder cuando la parafernalia del montaje nos lo permitió.
Para terminar, y ser justo, me gustaría reseñar el gran esfuerzo que derrochó el elenco en general.