miércoles, junio 27, 2012

TEATRO. La lengua en pedazos. "Espiritualidad y rebeldía".

Texto y dirección: Juan Mayorga. Inspirado en el libro de La vida, de Santa Teresa de Jesús.
Compañía: “La loca de la casa”.
Con: Clara Sanchís y Pedro Miguel Martínez.
Vestuario y escenografía de Alejandro Andujar. Iluminación: Miguel Ángel Camacho.
Alcalá de Henares. Corral de Comedias



 
            Bulgakov, en Cartas de Amor a Stalin; Cervantes, en Lengua de perro; Alberti, en Sonámbulo; Valle-Inclán, en Legión; y ahora Teresa de Jesús, en esta sorprendente La lengua en pedazos. Cuando tantos abominan de la tradición y del pasado y pretenden abolir la primera en nombre de la libertad del artista o convertir el segundo en arqueología, o manipularlo en su interés, o clausurarlo definitivamente convirtiéndolo por decreto en “memoria histórica”,  Mayorga persiste en su propósito de abrirlo una y otra vez y someterlo a nuevas interpretaciones a través del diálogo  franco y sin prejuicios con los testigos de excepción de ese pasado y con las obras más valiosas de nuestro legado cultural. Testigos, todo hay que decirlo que, en virtud del elevado sentido de su quehacer artístico y de su compromiso ético -que van más unidos de lo que a primera vista pudiera parecer-, resultaron incómodos al poder, constituyeron un desafío permanente a su inmovilismo y a sus estrategias de dominación ideológica.




            Teresa de Jesús, es desde este punto de vista un ejemplo paradigmático de rebeldía femenina en un mundo de hombres y de disidencia espiritual en un mundo dominado por la férrea ortodoxia católica y atemorizado por los guardianes de esta ortodoxia: los tribunales del Santo Oficio. De ahí que esta ficción del encuentro de Teresa con el inquisidor Salazar entre las cuatro paredes del convento de San José que dramatiza la obra que comentamos resulte tan verosímil y estimulante. Un encuentro supuesto pero que muy bien hubiera podido tener lugar en la realidad habida cuenta de los antecedentes familiares de Teresa (su abuelo había sido un judío converso investigado por el Santo Oficio), de su propia actitud rebelde contra la jerarquía eclesiástica y de sus escritos, de más que probable inspiración iluminista en una época, los albores del siglo XVI, en la que la ortodoxia contrarreformista se trataba de imponer en España a sangre y fuego; una larga conversación, como digo, que se convierte en una suerte de proceso inquisitorial en el que la vida y la obra de Teresa son sometidas a un riguroso escrutinio no exento de añagazas y trampas dialécticas, de animosidad, de reproches y de amenazas . Pero todo será inútil: una y otra vez las razones del inquisidor se estrellan contra un muro de sentido común, de convicciones arraigadas y de una fe inconmovible, mientras su discurso lógico discursivo se enfrenta en desigual combate con las imágenes deslumbrantes, el verbo encendido y la palabra transfigurada de la santa andariega.

Quienes pudimos asistir a la lectura dramatizada de la obra realizada en el salón de actos del Ateneo de la calle del Prado el 27 de marzo de 2011, tenemos la fortuna de constatar como ha crecido el texto desde entonces, no tanto en su contenido como por lo que se refiere a su articulación dramatúrgica. Se han enriquecido si cabe los términos del conflicto y ha crecido sobre todo la figura del inquisidor, que tiene más espesor psicológico, si puede decirse así; aparece más explícita su soberbia, le vemos más  herido en su orgullo que contrariado por razones de índole doctrinal; habla más en primera persona que como representante del Santo Oficio llevando el enfrentamiento con Teresa a un terreno más personal.

Con una puesta en escena de extrema sobriedad, ayuna de símbolos ostensibles de la fe y de la vida conventual (cruces, vitrales, humo de incienso o vestiduras talares) el combate se dirime exclusivamente en el plano dialéctico y con las únicas armas de la palabra que cobra una especial relevancia. Sólo la iluminación, con marcados cambios de tono e intensidad y unas leves notas de chelo o de piano anuncian las transiciones o refuerzan la intensidad de los climax. Cabe decir  asimismo que la dirección es atinada; coadyuva a clarificar con ayuda de las escasas acciones físicas y del movimiento escénico (parco, en general) las distintas fases por las que discurre el encuentro-interrogatorio, administrando juiciosamente la progresión de la tensión dramática. 

Respecto a los actores, a los que vimos particularmente concentrados -y hasta cómodos, diría yo-, en el marco íntimo y venerable del Corral de Comedias alcalaíno, hay que subrayar su entrega y su pasión. Su tarea hercúlea -¿me está permitido decirlo así?- es sólo comparable con el ambicioso empeño de reelaboración formal del texto de Santa Teresa que Mayorga ha llevado a acabo a lo largo de un proceso todavía incompleto y en el que ellos mismos parecen haber jugado un papel activo. Pedro Miguel Martínez presta al inquisidor Salazar, el talante altivo, inclemente y un tanto vanidoso de un guardián de la ortodoxia; correcto y de maneras educadas, su mansedumbre apenas si pueden ocultar su orgullo y su soberbia. Frío y calculador, mide siempre cuidadosamente sus palabras; lo único que no soporta es verse contrariado por una mujer a la que menosprecia aunque su tono y ademanes denotan un esfuerzo consciente por dominarse a sí mismo. La Teresa de Clara Sanchis es un ciclón; es toda pasión y vehemencia al reafirmarse en su fe sincera; conmueve hondamente al rememorar su enfermedad y su decaimiento extremo y se transfigura en el relato de sus visiones y de sus efusiones místicas. Asusta su seguridad en sí misma, asentada en sus convicciones profundas y en la serenidad y la calma que trasmite su respiración sosegada y su hablar mesurado. Pero también es la viva imagen de la firmeza y de la determinación con la barbilla levantada, los labios apretados y la mirada desafiante. A través de sus manos prodigiosas, de la expresión de su rostro y de la modulación de la voz puede dar cauce al torrente caudaloso de emociones contrapuestas que sacuden su espíritu.

  Gordon Craig.


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