viernes, junio 01, 2012

TEATRO. El inspector. "El viejo tinglado de la farsa, de nuevo".


De Nikolái Gógol.
Con: Fernando Albizu, Jorge Calvo, Manolo Caro, Gonzalo de Castro, Pilar Castro, Javier Lara, Juan Antonio Lumbreras, José Luis Martínez, Ángel Ruiz, Macarena Sanz, Manuel Solo Y José Luis Torrijo.
Músicos: Raúl Márquez (violín), Chiaki Mawatari (Tuba) y Patxi Pascual (Flauta y saxo).
Escenografía: Eduardo Moreno.
Versión y dirección: Miguel del Arco.
Madrid. Teatro Valle-Inclán.



         Inspirada, al parecer, en una anécdota de Pushkin, quien contó a Gógol que una noche en una posada de Nizhni Nóvgorod le confundieron con alto dignatario de la capital, la compleja trama de El Inspector (compleja y simple a la vez, pues sólo la simpleza humana justifica tales dislates) se sustenta sobre un fatal malentendido. Convocados a cónclave por el regidor los próceres de una pequeña ciudad de provincias, son informados de que se espera la visita inminente de un alto funcionario del gobierno con el objeto de inspeccionar la ciudad. De inmediato se disparan todas las alarmas y surgen las más disparatadas conjeturas sobre los motivos de la visita y sobre la identidad del inoportuno huésped. Espoleados por su mala conciencia y por su estulticia, vienen a dar en la absurda idea de identificar al pobre diablo Iván Alekxandrovich Jlestakov, un joven procedente de San Petersburgo y a la sazón alojado en la posada del pueblo, con el temido inspector del gobierno. Para Jlestakov como para su sanchopancesco criado Ósip, este error es una bendición del cielo, pues inmediata e inexplicablemente comienzan a ser tratados como reyes de una nueva Ínsula Barataria siberiana; para el alcalde -gobernador en el texto original-, Antón Antónovich Skvoznik-Dmujanovski y para el resto de las fuerzas vivas de la ciudad la equivocación se convierte en una pesadilla, aunque no se amilanan y tratan de servirse de sus malas artes y corruptelas -las mismas que les han llevado a esa situación desesperada- para congraciarse con Jlestakov y ganarse su benevolencia. En fin, ya lo dice el refrán, el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Y causa verdadero asombro ver cuan esclavos podemos llegar a ser de nuestras propias preconcepciones; qué ciegos frente a la realidad más evidente, obnubilados por la vanidad y por las gruesas anteojeras del prejuicio.

         Como puede colegirse a partir de lo dicho hasta ahora, la carcajada está servida; una comicidad desbordante, incontrolable, brota por todos los poros de la pieza en forma de situaciones a cual más pintorescas y absurdas desencadenadas a partir de ese equívoco inicial y condimentadas con todos los ingredientes de la farsa grotesca. De ahí que resulte innecesario, a mi juicio, la plétora de referencias extemporáneas relativas al aquí y ahora del espectador, como esa escena inicial de la inauguración a bombo y platillo de una nueva y flamante estación de ferrocarril -a la que, por cierto, no ha llegado todavía la vía férrea-, o ese epílogo o fin de fiesta de corte brechtiano, una suerte de apología de la patria chica o de rock del “bien común” interpretado a coro por todo el elenco; por no hablar del complejo de folclorismo que aqueja al alcalde y a su familia y que los lleva a vestir a su hija de fallera o a invitar al recibimiento de Jlestakov al mismísimo Joselito reencarnado en Chiquilicuatre o en un finalista de la Operación Triunfo. El hecho es que estas y otras incontables e inocentes licencias encandilaron al público que parecía dispuesto desde el principio a pasárselo bien, pero creo que diluyen o degradan en cierta medida la intencionalidad satírica de una obra en la que Gógol se mofa despiadadamente del papanatismo de una casta dirigente ignara y corrupta.

         Con todo, el espectáculo creo que hace justicia a la inventiva, al humor de trazo grueso y al descarnado realismo del texto de Gógol mediante un trabajo de actuación sustentado en las poses estereotipadas y los ademanes bufonescos propios de la commedia dell’arte, con múltiples escenas meticulosamente coreografiadas o directamente convertidas en números de comedia musical, como el inicio del segundo acto en el que Ósip entona la palinodia del hambre a ritmo de blues. En general el trabajo de los actores es notable. Pilar Castro y Macarena Sanz son respectivamente Anna Andréievna y María Antónovna (mujer e hija del alcalde) dos personajes a los que Miguel del Arco ha dotado de un poco más de desparpajo y atrevimiento y que bordean a veces el histrionismo. Juan Antonio Lumbreras nos da un Iván A. Jlestakov cándido y simple, un tarambana un tanto engreído pero sin malicia, suficientemente listo para darse cuenta de la situación y aprovecharla. Respecto a Gonzalo de Castro está realmente espléndido en un papel que parece hecho a su medida; un papel en el que puede explotar a sus anchas todos los recursos para la parodia, que son muchos. Trajeado, impoluto, con el pelo hacia atrás engominado, con su bigotito, sus ínfulas y su aire autosuficiente es la viva imagen del cacique, endiosado y encumbrado por una cohorte de aduladores a lo más alto de la política en la era de los pelotazos urbanísticos.

Bueno, parece que Gerardo Vera se va a despedir del Centro Dramático Nacional con un baño de multitudes. No es mala salida para estos tiempos de crisis, aunque dudo que el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, el organismo que albergó hace años la antigua sala Olimpia (el teatro ubicado en este mismo solar donde ahora se erige el Teatro Valle-Inclán) hubiera programado un espectáculo como este.

Gordon Craig.
                                    

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