martes, febrero 09, 2010

TEATRO. El baile. "Épater le bourgeois".

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De Irène Némirosky.
Con: Anna Lizarán, Xaro Campo, Francesca Piñón.
Coreografía de Sol Picó.
Dramaturgia y dirección: Sergi Belbel.
Madrid. Teatro Valle-Inclán. Sala Fracisco Nieva. 31 de enero de 2010.


Quienes hayan leído previamente el breve e incisivo relato de Irene Némirovsky en el que se inspira este espectáculo comprobarán en primer lugar que se trata de una reproducción bastante fiel del original, que la dramaturgia de Sergi Belbel rescata en los términos esenciales el conflicto madre e hija, un auténtico pugilato que se establece entre las dos ante la indiferencia de Alfred (el padre) con todo el ensañamiento y crueldad que ambas derrochan, la primera en su empecinado afán por menospreciar y censurar el comportamiento de su hija, y ésta en el vehemente deseo de vengarse de los constantes ultrajes y humillaciones.

Pero frente a la extrema sencillez del relato, escrito en una prosa directa y fluida, barojiana, casi, con sus escuetos diálogos, sus esquemáticas descripciones y su carencia de elementos retóricos, la puesta en escena se nos antoja un tanto artificiosa al apurar el símil pugilístico hasta los extremos de estructurar el desarrollo de la acción como un combate de boxeo con sus correspondientes “asaltos”, el sonido del gong y el rugido de fondo del enfervorecido auditorio. Y ello pese al loable esfuerzo de síntesis que se materializa en la reducción del número de personajes a los esenciales y en la concreción del aparato escenográfico y de vestuario, también reducidos a unos mínimos elementos evocadores –casi simbólicos, como la araña de cristal o el sofá del salón- del afán de lujo y de ostentación de unos parvenus.


El aspecto más novedoso del montaje es el recurso a la simbiosis de palabra y danza para la expresión de las emociones y sentimientos de las protagonistas. Esta contraposición funciona por lo general bien como artificio expresivo. Al conflicto dramático se solapa el enfrentamiento de dos lenguajes: el verbo y el movimiento, y cabe decir que, pese al notable trabajo de la desenvuelta y temperamental Anna Lizarán (Rosina) la tremenda energía de Xaro Campo (Antoinette) en la ejecución de las escenas bailadas y la rotundidad casi marcial de sus movimientos acaparan todo el protagonismo y adquieren un grado tal de autonomía que hacen peligrar momentáneamente la unidad del conjunto, teniéndose que tomar el espectador un respiro y hacer un esfuerzo especial de concentración para reintegrar tales escenas al hilo argumental del relato.

La sintética escenografía de Max Glaenzel y Estel Cristià constituye una correcta e inspirada recreación del espacio de la novela, un interior frío y despersonalizado presidido por el omnipresente diván y un exterior más cálido, porque más real, sugerido por la tenue transparencia del sky line parisino y la innegable fuerza de evocación de la imagen del Sena recibiendo en sus aguas y trasportando lejos del alcance de la patética Rosina el fruto de sus desvelos y de sus fatuas ilusiones.

Todo el montaje, empero, pese a su aparente sobriedad, parece un punto sofisticado y denota un afán, no sé si decir en exceso purista, un prurito –como el de la señora Kampf-, un tanto extemporáneo para estos tiempos de crisis de épater le bourgeois.

Gordon Craig.

El baiel en el Teatro Valle Inclán.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Me quedo con la historia. Una historia preciosa.